Del nacimiento del sindicalismo con Justicia Social durante la Revolución Industrial, pasando por el Estado de Bienestar y la irrupción de Estados Unidos como potencia, hasta la Revolución Científica y Tecnológica actual y la idea del Estado mínimo, este análisis de la historia del movimiento obrero a nivel mundial presenta también el marco para desarrollar los fundamentos del nuevo sindicalismo del siglo XXI.
Por Mario Morant
Secretario de Relaciones Internacionales
Consejo Directivo Nacional – SADOP
La Revolución Industrial
La era industrial dio origen al sindicalismo tal como lo conocemos ahora. Sin duda, sus pioneros no dejaron de advertir que la unidad de los trabajadores en torno a una organización que defendiera sus intereses sería fundamental para lograr sus objetivos.
De la misma manera, no fue difícil percibir que el objetivo de la Justicia Social pasaba –primariamente, al menos– por una mejor distribución de la riqueza que, generada por los trabajadores, parecía solo beneficiar a los capitalistas. El atributo que permitiría plasmar la unidad y la organización para la Justicia Social iba a ser –como lo comprendieron rápidamente los precursores– la solidaridad de clase.
La Europa Industrial de la Primera y Segunda Revolución dio lugar a una nueva situación en el mundo laboral. Se pasó de la producción artesanal lenta, penosa y personal a una producción estandarizada, más mecánica y masiva... Y también más anónima.
Para los trabajadores de ese nuevo mundo de concentración de maquinarias en las ciudades, resultaba atractivo en tanto parecía venir de la mano de un progreso inusitado que beneficiaría a todos.
No tardarían mucho en verificar en carne propia que no sólo no eran invitados a ese progreso –que efectivamente se produjo– sino que además, a pesar de ser sus artífices, no sólo les era negado sino que de inmediato les originaba una inmensidad de penurias.
Como una reacción espontánea, así nació el sindicalismo del que hablamos; una respuesta natural a un desorden de Justicia Social. Los primeros momentos de la toma de conciencia del efecto producido por la producción masiva a través de las máquinas dio lugar a una reacción violenta que se trasladó a las máquinas mismas, porque se las hacía responsables del estado de injusticia.
Pronto se advirtió que las injustas no eran las máquinas sino aquellos que eran sus dueños y que las usaban en su propio beneficio. De esa manera, la reacción inicial contra la maquinaria industrial se volcó hacia los capitalistas dueños de esta última.
La historia laboral se encontraba en un capítulo novedoso en el que confluían varias situaciones. La primera era la ausencia de un régimen legal para el trabajo industrial, ya que no existían antecedentes. A ello se le sumaba un claro endiosamiento del capital, al que se le atribuían todas las virtudes del progreso y, con ello, un cierto desprecio por el hombre de trabajo mismo.
Si a eso le sumamos las condiciones de hacinamiento de esta generación de trabajadores que –en su mayoría– habían migrado del campo, de condiciones más vinculadas a la naturaleza, hacia una vida urbana que ni siquiera había contemplado esta irrupción migratoria. Ello suponía que las ciudades de la Europa Industrial no estaban preparadas a nivel edilicio y sanitario para albergar a los recién llegados y, por consiguiente, sus condiciones de vida iban a ser sumamente penosas.
En esta primera etapa, la presencia del proletariado era una novedad inédita y debutaba de la mano de profundos cambios en la vida política de la Europa Industrial.
A su vez, la industrialización de Europa encontró su racionalización en el liberalismo económico de Adam Smith que aportó los mecanismos teóricos de la interpretación del nuevo fenómeno.
Para que el capital –motor del progreso– pudiera desarrollarse, era necesaria la libertad de comercio y ello significaba que para poder vender las nuevas mercancías eran necesarias al menos dos cosas: que los mercados de los diversos países se abrieran a la libre importación de los nuevos productos, y que las tasas de ganancia de los capitalistas fueran lo más altas posibles.
En cualquiera de los dos casos, el costo terminaba siendo cargado a los trabajadores por vía de salarios de hambre y por la muerte de las industrias locales de carácter artesanal, que eran incapaces de competir con las nuevas tecnologías de producción.
Este primer sindicalismo debía ser –necesariamente– un sindicalismo de reacción y de rechazo. Al mismo tiempo, era un sindicalismo de reivindicaciones elementales y asentadas en la cobertura de las necesidades básicas.
El paso del tiempo fue dando al sindicalismo varios rostros, casi siempre de la mano de ideologías políticas que también reaccionaban frente a las crecientes injusticias generadas en este nuevo escenario.
Algunos movimientos sociales y políticos percibían con claridad que la libertad sólo era beneficiosa para los capitalistas en la versión que se ofrecía ahora y en la que parecía –desde otra perspectiva– más importante la igualdad no sólo ante la ley, sino también en el campo económico y social.
Más aún, parecía que la situación llevaba casi inevitablemente a una solidaridad de clase en términos internacionales.
El sindicalismo del siglo XX va estar signado por esas improntas que lo caracterizan como reivindicativo y clave en la puja distributiva.
En 1945, al iniciarse el período de posguerra mundial, se abrió un campo muy interesante para este tipo de sindicalismo en el territorio dominado por el capitalismo, ya que el Estado de Bienestar significó un campo propicio para avanzar en su tarea reivindicativa.
El Estado de Bienestar
La conclusión de la Segunda Guerra Mundial encontró al mundo tanto en Occidente como en Asia casi totalmente en ruinas, mostrando sólo como ganador de esa contienda a la potencia emergente del globo, que era los Estados Unidos.
En efecto, los EE.UU. habían participado de esta guerra, consiguiendo sacar amplios beneficios económicos y políticos sustituyendo a Inglaterra –hasta entonces potencia hegemónica y cuya moneda era la obligada del mercado internacional– en esta parte del mundo.
A partir de los acuerdos de Bretton Woods en 1944 y la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI) la moneda del mercado comenzó a ser el dólar, un cambio basado en el poderío de la nueva potencia y en el hecho –no menos importante– de ser EE.UU. el poseedor del 80% del las reservas de oro del mundo.
Estados Unidos poseía una pujante burguesía industrial productora de bienes y servicios y generadora de excedentes, que estaba dispuesta a participar de la reconstrucción de Europa –lo cual sería también una inversión– y ello suponía la puesta en marcha de los procesos productivos de esa región, sin la cual esta reconstrucción no sería viable. Esta tarea es la que llevó a cabo el Banco de Reconstrucción y Fomento (hoy Banco Mundial) a través del Plan Marshall.
Las tareas del Estado quedaron definidas en tanto debía hacerse cargo de impulsar la reconstrucción de las industrias aniquiladas durante la guerra, y con ello fomentar el empleo, las ganancias de la burguesía industrial y –de paso– satisfacer las necesidades de trabajo de la población y proveyendo mejores salarios y beneficios sociales para mantener alejado el fantasma del comunismo proveniente de la Unión Soviética.
En combinación con esta política los bancos privados debían hacer su propia contribución al desarrollo de la industrialización. Así, el Estado se asociaba a los trabajadores y a las burguesías industriales, generando mayor poder para sí mismo, y beneficios para los trabajadores y para las burguesías de cada país. De esta manera, se constituye el Estado de Bienestar. Parecía un gran negocio para todos, aunque se tratara de un gigante con pies de barro, algo que quedaría en evidencia en el futuro.
El efecto parecía garantizado: por una parte impedir el avance del comunismo, cuya gran base de operaciones estaba en la URSS y sus países aliados, y por otra, contener el conflicto social para garantizar que el mismo no se produjera.
De esta manera, se inicia una asociación entre el Estado Nacional y las burguesías industriales productoras de bienes y servicios, a través de la cual será posible controlar y evitar el conflicto social, conteniendo y satisfaciendo los reclamos de las clases trabajadoras de toda Europa con base en los países de mayor envergadura política.
Esta trilogía Estado, burguesía productiva y clase trabajadora fundó lo que se suele llamar Estado de Bienestar. También tendrían su papel los bancos privados, el cual no sería otro que el de ayudar al mismo objetivo, dirigiendo las inversiones en tal sentido, asistiendo a las burguesías productivas en sus esfuerzos de producir y enriquecerse.
No menor sería la contribución de la Democracia Cristiana a estos propósitos. Los líderes de esos momentos en Alemania, Francia e Italia tenían esa caracterización. Tanto Robert Schuman, Konrad Adenauer como Alcide de Gasperi desarrollaron sus países como locomotora de Europa en base a un acuerdo sobre el carbón y el acero, que ahora compartirían en producción, alejando la posibilidad de un incremento de los conflictos entre naciones –especialmente impediría el tradicional conflicto entre Alemania y Francia–. Este acuerdo, en el que la Iglesia Católica jugó un papel preponderante, fue complementado con el papel que la misma desempeñó en la creación y puesta en marcha de las Naciones Unidas.
Se trataba de un Estado que permitía cierta participación ciudadana y se beneficiaba de esta última dentro de un sistema capitalista con un medido equilibrio entre los sectores sociales, y también entre las naciones más importantes.
En este Estado, el capitalismo y la democracia convivían de modos particulares… pero lo hacían.
Un Nuevo Orden Mundial
La Revolución Científica y Tecnológica, y la aparición de los nuevos parámetros globalizadores, junto a la idea del Estado mínimo, van a crear una situación novedosa, en la que no habrá lugar –al menos suficientemente cómodo– para este sindicalismo.
La incorporación de la inteligencia artificial a los mecanismos de producción de bienes volverá inocuos los esfuerzos de los trabajadores organizados para resolver los problemas de la explotación creciente del capitalismo. Ante el cambio de paradigmas productivos, no será posible responder a las injusticias generadas en el campo laboral con las viejas recetas usadas en la era de la Segunda Revolución Industrial. Menos aún frente a un Estado mínimo, asociado y dominado por los capitales financieros trasnacionales.
Quedaba evidenciada la necesidad de construir un nuevo sindicalismo, que pudiese responder adecuadamente a la novedosa situación que se empezaba a vivir. Será el sindicalismo del siglo XXI el que deberá responder al neoliberalismo, escenario del imperialismo capitalista de carácter financiero.
Mientras tanto, las organizaciones de los trabajadores empiezan a vivir una época de desconciertos, sin saber de qué manera responder a sus propios afiliados frente a la depredación imperial.
El mundo ya no es el resultado de la Primera y Segunda Revolución Industrial, que alcanzara, después de la Segunda Guerra Mundial, un orden –en su parte capitalista– que marcó el apogeo de la vida sindical, hasta donde fue posible en el marco de un escenario dominado por el capital. El Estado de Bienestar será el artífice de esta situación, especialmente en Europa, aunque tendrá sus correlatos desde otras ópticas y de manera más particular en algunos países de América Latina.
Pero este tipo de Estado ha sido reemplazado ahora por los Estados mínimos en Europa, y también en algunos países de América Latina. Entonces, la situación se presenta de manera muy diferente para la vida de los trabajadores. A ello hay que sumarle la aparición de nuevas tecnologías y procedimientos que –en muchos casos– hacen variar significativamente la participación de los trabajadores en los sistemas productivos.
Un Nuevo Sindicalismo
Si hay algo indudable, es que es necesario aportar ideas para un sindicalismo que sepa responder a los nuevos paradigmas de la producción que –con un ritmo cada vez más rápido– están alterando las relaciones en ese ámbito y afectan –no menos– las relaciones de empleo.
Por cierto, hay viejos principios que son fundamento de las organizaciones de los trabajadores que no han de cambiar. La idea de la Justicia Social como objetivo, la Solidaridad y la Organización hacen a la naturaleza misma del quehacer de los sindicatos.
En cambio, veamos si la estructura que nuestros sindicatos y el conjunto de ellos tienen, son acordes con las necesidades de mayor participación de los trabajadores en la conducción y en la acción sindical.
Revisemos también las metodologías desde la misma acción, evaluando su eficiencia en términos de los logros que se alcanzan.
Ante el avance y la incorporación de la ciencia y la tecnología a los sistemas productivos, no parece menos importante la capacitación política de los cuadros dirigentes y aún de los delegados y afiliados.
No bastará que las organizaciones sindicales reaccionen como lo hacen hasta ahora, con una actitud de rechazo o de demanda. Será necesario generar propuestas y proyectos. Un sindicalismo de “Proyecto” será un sindicalismo que, a partir de los intereses de los trabajadores, deberá decir en qué tipo de sociedad concibe que es posible la Justicia Social.
Será así un sindicalismo más político en un sentido superador de los viejos partidos liberales-burgueses a los que hasta ahora no se ha logrado reemplazar con frentes partidarios ocasionales.
La acción sindical –parte sustantiva de la naturaleza de las organizaciones– deberá poner el acento en la formación de cuadros políticos y en la generación de la propuesta de país, atendiendo a los paradigmas productivos más beneficiosos para sus intereses.
La estructura de la organización, la formación de cuadros y el Proyecto de Nación serán –seguramente– los temas de mayor importancia en el sindicalismo del siglo XXI.