La incapacidad de futuro en la que nos hemos encontrado hasta no hace mu-cho en América Latina está relacionada con un sobredimensionamiento del aspecto económico que conlleva la tendencia a desvalorizar lo que somos: aquello que, desde nuestra cultura hemos sido capaces de crear. Es como si nos hubiéramos contagiado de la mirada de los opresores –cuyos logros pueden ser cuantificados y palpados, desde su evidente materialidad– y esto nos impidiera reconocer y valorar nuestra propia identidad cultural: lo que somos y podemos efectivamente ser.
"¿Qué es la Patria Grande sino el ámbito en que nos podemos salvar las Patrias Chicas?"
Alberto Methol Ferré
"Participar, activa y colectivamente, en la reapropiación creadora del lenguaje compartido, puede impulsar nuestra capacidad de conocer novedosamente la realidad dentro de la que se es oprimido y que se busca transformar."
Otto Maduro: Mapas para la fiesta
Por Margarita Llambías
Politóloga
Aquí nos encontramos con un nudo: no hay identidad sin memoria. La identidad es algo vivo, y no estático o folclorizado. Por eso es que se afirma y crece en el reconocimiento, cuando las experiencias orgánicas la confirman –es decir, cuando los sectores populares logran hacerse espacios de expresión y protagonismo– pero por eso también es que corre riesgo de desdibujarse, cuando es agredida hasta los límites de su disgregación, perdiéndose la conciencia de pertenecer a un nosotros que trasciende nuestros pequeños mundos individuales[i]. De ahí la importancia de alimentar esa memoria y consolidar esa conciencia. Y es algo que requiere ser cumplido hasta la raíz, porque es la que provee la savia que mantiene la vida.
Dada la formación que hemos recibido, desconocemos, por ejemplo, los trescientos años de forja de la cultura de nuestros pueblos. Y es difícil reconocer –en el doble sentido, intelectual y afectivo de esa palabra– lo que no se conoce. Tal vez sea por eso que en la Argentina, y como una manifestación más de que la hegemonía cultural disgregadora del liberalismo sigue vigente en nosotros mismos, tengamos tan marcada la tendencia a visualizarnos más por lo que nos diferencia de los otros países latinoamericanos –en especial por la influencia inmigratoria[ii]– antes que por lo que nos identifica como latinoamericanos: la pertenencia a una misma cultura, forjada a lo largo de por lo menos tres siglos, a partir de la matriz aborigen, la vertiente africana y la impronta, también constitutiva, de España.
Difícilmente se puede proyectar un futuro común –esa integración latinoamericana que hoy se nos presenta casi como condición de sobrevivencia, y que sólo puede realizarse desde la afirmación enriquecedora de nuestras diferencias– si no vive en nosotros la memoria de ese origen común. Una memoria que no puede elegir entre recuerdos "buenos" y "malos", porque el resultado es la esquizofrenia. Alguien dijo una vez: "con el pasado podemos tomar cualquier decisión, menos la de olvidar que lo llevamos puesto". Por eso es que negarlo –taparlo, obviarlo o falsearlo– equivale a impedirnos la posibilidad de superarlo.
Arturo Sampay decía que a la larga la historia puede ser un medio de dominación más efectivo que el Banco Central en manos de consorcios foráneos. De ahí que, para recuperar nuestra autonomía, los latinoamericanos estemos necesitando reconciliarnos con nuestros orígenes –tan vilipendiados por la Ilustración– y recordar ese pasado nuestro desde el futuro que necesitamos construir.
Se trata evidentemente de una obra de largo plazo del rescate y redespliegue de nuestra identidad. Y es una tarea que podremos realizar los diferentes pueblos, a medida que vayamos construyendo espacios de integración y consolidación de nuestra comunidad de destino, para superar, incluso en el corto plazo, tanto la nostalgia como la autodenigración que nos están impidiendo hoy, como decía Hernández Arregui, "cauterizar en sus fuentes este sentimiento de frustración, y sustituirlo por la conciencia de sí, en tanto conciencia nacional".
Se trata fundamentalmente de justipreciar la importancia de comprendernos como pueblos, comenzando por averiguar cómo se ha intentado, y en gran medida logrado, distorsionar nuestra memoria, y hasta la forma de mirarnos y ubicarnos en el mundo. Creemos que ésa es la base desde la cual encontraremos nuestros propios recursos para superar la situación de injusticia y deshumanización que padece hoy más de la mitad de los latinoamericanos.
Ése es, precisamente, el objetivo con el que se ha escrito el libro Educación para la integración, cuya segunda edición se está presentando en estos días: contribuir a la tarea de resignificar y reconstruir nuestra memoria, en función de la voluntad de ser de esta América nuestra[iii].
En lo que sigue, esbozaremos algunas dimensiones de esa tarea en el ámbito educativo –que incluye pero que no se agota en el sistema de instrucción formalizado– y cuyo papel es crucial en este sentido, para ayudarnos a "crecer desde la propia identidad, con los rasgos comunes del país y los distintivos de cada región, explorar sus exigencias y posibilidades, cultivarlas..."[iv].
Es sabido que la autovaloración es un requisito básico de cualquier realización, tanto individual como colectiva. Otto Bauer, en su estudio sobre la cuestión de las nacionalidades, proponía cuatro elementos como constitutivos de lo nacional: a) el amor a la nación, como resultado del instinto de conservación; b) el amor a la propia historia; c) la valoración nacional –que hace que se utilice el adjetivo gentilicio como un elogio– y d) la crítica de los valores nacionales, para distinguir cuándo la valoración nacional es aparente –mera manifestación de un sentimiento de inferioridad que se quiere negar– y cuándo constituye un genuino sentimiento de confianza en las propias posibilidades.
Habría mucho que decir al respecto, desde nuestra cotidianeidad actual: ¿propicia la escuela argentina el amor a la propia historia, a la manera de los maestros de cerca de la Irlanda del siglo XIX? ¿En qué sentido utilizamos el gentilicio correspondiente a nuestro país o el de América Latina? ¿Tenemos conciencia los argentinos de lo que en verdad hemos logrado construir en nuestra historia? ¿O nos hemos dejado erosionar hasta tal punto por pautas ajenas que ya no podemos percibirlo?
Si esto fuera así, razón de más para empeñarnos en el reconocimiento de lo que somos y de lo que queremos ser... Y esto, en el doble sentido de la palabra: de confesión y de agradecimiento. Re-conocer nuestras limitaciones y nuestras posibilidades, comenzando por reconciliarnos con nuestro acontecimiento fundante –1492–, con la forja cultural que se produjo durante los 300 años de encontronazo entre aborígenes y españoles[v]; con el coraje desplegado por el pueblo latinoamericano para conformar su identidad en el siglo XIX y –en el caso específico de nuestro país– con el pobrerío europeo que desembarcó durante tantos años en nuestra tierra buscando un futuro posible.
Reconocer, también, la vitalidad y la voluntad de ser de nuestros pueblos, que se demuestra a lo largo de todo el devenir histórico, y que la historia oficial, demasiado deslumbrada por el individualismo propio de la matriz cultural de Carlyle y de Franklin, ha soslayado. Superar esas trabas requiere grandeza y honestidad, sensibilidad y empatía –por parte de todos– y, sobre todo, voluntad de comprensión del nosotros que se ha ido constituyendo. Superando los prejuicios y los sectarismos cristalizados por nuestra inercia y vulnerabilidad.
Y todo esto, "con una profunda alegría de ser, basada en la certeza de la propia dignidad", como dice Perón en el Modelo Argentino. Y no creemos que esto implique autoengaño, ni expresión de deseos, sino solamente superación de la miopía positivista que identifica el ser con el dominar.
Los pueblos latinoamericanos –y nos parece que alargar la mirada, en el tiempo y el espacio de nuestra América, es una condición imprescindible– han dado suficientes pruebas de su voluntad de ser. No se trata de descalificar a otros países –sería un documento de inferioridad de nuestra parte– sino de imaginar lo posible desde nuestros valores y potencialidades. Desde nuestra capacidad de no subalternizar la vida a las cosas, ni la gente a la economía[vi]. Desde la fiesta latinoamericana, que puede reconocer que el dolor es parte de la vida. Desde el sentido de convivencia de nuestros pueblos, heredado de nuestras comunidades aborígenes. Desde el coraje que significa negarse –aún soterradamente– a dejarse envolver en ritmos y vértigos ajenos.
Pero esa valoración, ese reconocimiento, esa afirmación de nuestra identidad, es indispensable hacerla desde la consolidación del nosotros latinoamericano, en todas y cada una de sus dimensiones: étnica, social, regional, nacional, continental, aceptando el desasosiego y las tensiones que esta múltiple afirmación implica, dado el entrenamiento en la confusión y en el maniqueísmo que signa nuestra historia intelectual (un amigo náhuatl hablaba de barrera de humo, para referirse a esa ofuscación).
Nuestra América necesita demostrarse que es posible la unidad de lo diverso, que es posible fecundar desde la afirmación de cada diferencia (¿la única forma de fecundar?).
Es una nueva gesta, la que estamos necesitando emprender los latinoamericanos. Y, en ella, cualquier cosa que se diga respecto al papel que tiene que cumplir el sistema educativo, es poco. Desde dejar de moldear, para enseñar a pensar, hasta contribuir a consolidar el verdadero sentido del trabajo, tan bastardeado en nuestros niveles secundario y terciario.
Todos hemos experimentado las características indelebles de la formación que hemos recibido, cuya intensidad, como es obvio, es inversamente proporcional a nuestra evolución. Por eso es que pensamos que escuela e integración latinoamericana necesitan pasar a ser casi sinónimos; en cada nivel, con diferentes objetivos a cumplir.
Cuando somos chicos, necesitamos ser conformados en el amor a nuestra Patria Grande. Porque el corazón es la fuerza de la vida, y nos debemos a lo que hemos creado como pueblos. Adolescentes, es la hora de la amistad. No parece tan imposible practicar el intercambio entre las familias de nuestros países, recuperando el valor de la reciprocidad que constituyera la red del Incario original. Y en cuanto al nivel terciario, pensamos que es criminal continuar desperdiciando esa etapa, precisamente cuando se comienza a querer crear y protagonizar la historia. Pensamos que no tiene perdón latinoamericano el que continuemos formando ilustrados en cosas nuevas, como decía Jauretche, en vez de albañiles, constructores de un proyecto común. Pues trabajo, identidad y creatividad van imbricados.
Para que pueda encontrar caminos el dinamismo y la originalidad
de nuestros pueblos
[i] “La familia se siente, el país no", decía hace unos años un chico de 20 años, explicando su deseo de emigrar hacia el "mundo desarrollado".
[ii] Que hace que nuestra raíz individual o biográfica muchas veces no coincida y por lo tanto se encuentre en tensión con nuestra raíz social o histórica. Es por ese mismo fenómeno de hegemonía cultural que nuestros inmigrantes y sus hijos "entraron" muy fácilmente en la falsa dicotomía sarmientina de "Civilización o Barbarie": su carácter de europeos o de descendientes de tales los inclina a ello. Asimismo, a un descendiente de italianos, por ejemplo, le resulta mucho más difícil que a uno de antepasados criollos aceptar –y por lo tanto asumir– nuestro origen hispano/aborigen. Puede verse el análisis que realiza Hernández Arregui al respecto, en "La formación de la conciencia nacional".
[iii] Memoria, Identidad y Proyecto (patria, pueblo, nación) sintetizan, a nuestro modo de ver inextricablemente, el dinamismo de esa construcción.
[iv] Picotti Dina, El descubrimiento de América y la otredad de las culturas, en: Colombres, A., comp.: 1492-1992: a los 500 años del choque de dos mundos, Ed. del Sol, CEHASS, Bs.As., 1989, Pág.148.
[v] El sustantivo es de Eulogio Frites, un kolla (¿o coya?) que nos invitara hace unos años a "clavar las pezuñas en América, y caminar juntos".
[vi] En abril de 1989 vinieron del Japón a aprender, en México y en Brasil, cómo los latinoamericanos utilizábamos el tiempo libre, algo que parece haber sido olvidado en algunos países industrializados (cf. Clarín, 30-IV-89). Puede verse, en el mismo sentido, nuestro estudio El trabajo como valor en la cultura latinoamericana, Mimeo, Bs.As., 1986, y E.P. Thompson, historiador inglés que señala: "si la idea de finalidad en el uso del tiempo se hace menos compulsiva, los hombres tendrán que reaprender algunas de las artes de vivir perdidas con la revolución industrial" (Tradición, revuelta y conciencia de clase, Grijalbo, Barcelona, 1979, Pag. 291).