Con o sin el bombo: el peronismo en la cultura argentina

Un recorrido por la historia y la literatura nacional desde una óptica diferente. Desde Domingo Faustino Sarmiento, pasando por Jorge Luis Borges hasta llegar a Arturo Jauretche. Disímiles visiones de la cultura popular.

15 de Septiembre 2015

Por Rodolfo Edwards
Crítico literario, poeta, escritor y periodista. Elaboró una investigación sobre la relación del peronismo con la palabra escrita.


Develar las relaciones del peronismo con la palabra escrita fue para mí un desafío enorme. Muchas veces, me sentí como un niño perdido en medio de un bosque  lleno de árboles altísimos, coronados por copas frondosas e indescifrables. Pronto, me di cuenta de que estaba atrapado en un laberinto donde todos los caminos se cruzaban y confundían. Seguir rastros, analizar pisadas en el barro y huellas dactilares de protagonistas y testigos de una epopeya que parece no tener final, recoger pedazos de la historia argentina para tratar de vislumbrar sentidos en una materia siempre bullente y cambiante, fue una tarea verdaderamente ciclópea pero apasionante.

Con el bombo y la palabra. El peronismo en las letras argentinas. Una historia de odios y lealtades es un ring donde se libran combates verbales con un encarnizado apasionamiento, que sólo el peronismo pudo despertar en la cultura política argentina. Panfletos, odas triunfales, libelos infamatorios, todo sirve para subirse a un tren que sigue corriendo por los rieles de la historia con una marcha vertiginosa, no apta para cardíacos. No faltó prácticamente nadie a este banquete literario: Jorge Luis Borges, Arturo Jauretche, Adolfo Bioy Casares, Raúl Scalabrini Ortiz, Ezequiel Martínez Estrada, Enrique Santos Discépolo, David Viñas, Leopoldo Marechal, Silvina Ocampo, Leónidas Lamborghini, se mezclan entre jirones de la memoria, armando un relato fascinante que aún continúa con nuevos actores pero despertando las mismas controversias de antaño.

Domingo Faustino Sarmiento escribió con la pluma y la palabra y también con la espada, según rezan los versos que el catalán Leopoldo Corretjer escribió en homenaje al gran sanjuanino. El inspirado educador y político argentino, fue el  responsable de la construcción de aquel eje que formateó para siempre nuestra cultura: la civilización frente a la barbarie, el orden frente al caos, la organización frente al desmadre.

Separando la paja del trigo, Sarmiento trató de redimir el ser nacional de los males endémicos que lo azotaban desde que se libró del yugo de la corona española. La civilización tenía que venir necesaria e ineluctablemente de allende los mares, de legislaciones ancestrales, de la carne endurecida por los siglos del viejo mundo donde se acuñó un centralismo cultural y político fuera de toda sospecha o cuestionamiento.

Del lado de la barbarie quedó la resaca del país, los moradores del subsuelo, el descarte. A lo largo de la historia argentina, el campo cultural se vio sumido en complejos debates para analizar todas estas cuestiones. ¿Debíamos resignar nuestra cultura para integrarnos a los dictados de las modas literarias y artísticas europeas? Lamentablemente, muchos intelectuales vivieron (y viven) mirando por el rabillo del ojo hacia afuera de su país, por las dudas, no sea cosa de que los acusen de “bárbaros” o “grasas” si les llega a gustar una payada, un tango reo, una chacarera o un chamamé. Sarmiento supo cruzar brillantemente literatura y política en su obra cumbre, Facundo, libro al que le puso un subtítulo más que sugerente: “Civilización y barbarie en las pampas argentinas”: “¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte y ver… no ver nada porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda? ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte!, dice Sarmiento mostrando claramente cómo representa a las clases populares: siempre el “otro” es el peligroso, el indefinible, el sinuoso, envuelto en una nebulosa que se expande en la lejanía como un símbolo funesto y oscuro. Por ese camino, inaugurado por Sarmiento, también andarían en el futuro los escritores más celebrados del siglo XX; con la misma saña definieron a los hijos de la tierra, a esos morochos que llegaban a las ciudades en pos de una vida mejor. “Las grandes líneas de representación de ese mundo antagónico han sido tradicionalmente la paranoia o la parodia. El pánico y la burla”, subraya Ricardo Piglia, comentando la visión que las elites culturales suelen tener acerca de esa “otredad” que les provoca inquietud y perplejidad. De esa manera reaccionaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares cuando escribieron “La fiesta del monstruo” en 1947, un texto claramente destituyente, que denigraba la persona del general Juan Domingo Perón y satirizaba cruelmente a sus seguidores. Borges es el gran “matricero” de la literatura antiperonista. Su cuento “El simulacro” parodia el velorio de Evita y la devoción del pueblo que la lloró. Julio Cortázar, en su cuento “Las puertas del cielo”, también define como “monstruos” a personas de piel oscura que concurren a un baile popular. Lamentablemente, otros escritores, a lo largo de todas estas décadas, imitaron las mismas mañas de Borges, denigrando a las figuras consulares del movimiento peronista, llegando a extremos inimaginables donde se mezclan la necrofilia, la pornografía bizarra y las calumnias más atroces.

Mi libro “Con el bombo y la palabra” también tiene un subtítulo: “El peronismo en las letras argentinas. Una historia de odios y lealtades”. La idea central de mi trabajo es analizar las tensiones que existen entre el peronismo y el campo cultural. Desde el amor y desde el odio se han escrito todo tipo de textos: novelas, cuentos, poemas, manifiestos y proclamas. Mitos blancos y mitos negros han dividido al país en dos mitades irreconciliables. Por un lado, una cultura liberal, negadora de todo lo que huela a populacho y, por el otro, una cultura comprometida con los deseos y las esperanzas del pueblo argentino. Para mí, “escribir con el bombo” es escribir con el corazón, con los sentimientos, con el compañerismo. Con ese ritmo de los latidos del pueblo escribieron Nicolás Olivari, Arturo Cancela, Leopoldo Marechal, Horacio Rega Molina, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Enrique Santos Discépolo, Juan José Hernández Arregui, John William Cooke, Germán Rozenmacher, Homero Manzi, Cátulo Castillo y tantas otras voces que fueron formando una tradición sólida y con premisas claras: la cultura deber ser hecha por todos los sectores sociales. Un país es una suma de tradiciones, una bandera tejida por miles de manos, con muchos colores y tonalidades. Se puede leer a Borges y a Marechal, a Martínez Estrada y a Jauretche, cada uno de ellos nos enriquece y completa el rompecabezas de la Patria. El problema aparece cuando se desprecia, se ningunea y se cajonea lo popular. Los responsables son los cipayos culturales de siempre, a los que les molesta la democratización efectiva de la educación y la cultura que implementan los gobiernos populares. El dilema sigue siendo el mismo: un país para pocos o un país para todos. De todo esto habla Con el bombo y la palabra.

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