Homenaje a Caloi

La Tiza 54 // 01 de Agosto 2012

La tinta del Maestro

 

Fue una tarde primaveral de 2007 cuando nos abrió la puerta de su casa-estudio. No sería la única vez que lo visitáramos en ese refugio creador, que enfrentaba desde un enorme ventanal la calesita, los juegos, las barrancas y la arboleda frondosa de Parque Lezama. Así, ese taller revelaba una postal inspiradora para esos universos ilustrados, reflexivos, nostálgicos, ocurrentes y bien porteños que forjaron su lenguaje artístico, y que en incontables oportunidades nos habrán despertado sonrisas, admiración, pensamientos y reflexiones con las ocurrencias de Clemente, Bartolo, La Mulatona, entre sus personajes más característicos.

            Aquel encuentro había tenido como objetivo rescatar sus palabras en una entrevista para el Número 40 de esta misma revista. Una charla que se enmarcaría en un homenaje a otro maestro que nos había dejado recientemente: Roberto Fontanarrosa. Con la generosidad y la humildad que solo poseen los grandes de verdad, Carlos Loiseau, Caloi, se deshizo en elogios para su colega, se sinceró para describirnos a su amigo, se emocionó recordando anécdotas. “Nos entendíamos como Labruna y Lousteau, de memoria. Éramos cómplices”, admitió desde una metáfora futbolera. Y como aquella Máquina de River, Caloi formó parte del mejor equipo de humoristas gráficos de todos los tiempos, junto a Fontanarrosa, Quino, Bróccoli, Crist, Altuna y Trillo, entre otros colegas generacionales.

            No fue casual que en aquel ejemplar, La Tiza haya inaugurado una propuesta ilustrativa que todavía nos acompaña: el humor gráfico. Empezamos con dos de los mejores: Caloi y Crist; después pudimos contar también con Daniel Paz. La idea era –y sigue siendo– proponer un diálogo sincero, desprejuiciado y reflexivo sobre las problemáticas educativas en general y la labor docente en particular, que acompañe las notas e informes publicados en la revista.

            La viñeta de Caloi causó tal sensación entre nuestros compañeros docentes, que decidimos llevarla a un almanaque de SADOP para el año siguiente. Se trataba de un docente en una escuela rural que, carente de materiales para explicar geografía a sus alumnos, le ordena a un gaucho traer una vaca. Desconcertado entre un numeroso rebaño, el gaucho parece preocupado por encontrar algo específico. Finalmente selecciona un animal y la lleva hasta el aula. El recuadro final es una humorada genial que despliega una aguda reflexión sobre el sistema educativo nacional y el centralismo europeo: la mancha negra que identifica a este ejemplar holando-argentino vislumbra la forma de un mapa del Viejo Continente, algo que le permite al profesor reacomodar su clase para ponerse a explicar la Geografía de Europa. El chiste no sólo nos involucró por la pertenencia en el rol docente. Desde SADOP empatizamos inmediatamente con la manera en que Caloi sienta una clara posición desde el Pensar Situado de Rodolfo Kusch.

            Aprovechamos sus trabajos en varios materiales del sindicato. Además, SADOP tuvo el privilegio de acompañar la última etapa de su clásico programa de televisión “Caloi en su Tinta”. Esas emisiones, disponibles en una colección imprescindible en DVD, muestran al “Negro” como un sólido conocedor de la animación de autor y el arte pictórico a nivel mundial. Sin embargo, hay otro elemento en su forma de conducir por el cual los trabajadores de la educación nos sentíamos hermanados con él: hacía docencia. Aunque renegaba de ello, como nos admitió en una charla su compañera y productora, María Verónica Ramírez, diciendo que una de las motivaciones para hacer este ciclo televisivo era la propia “incapacidad para la docencia”. En aquella oportunidad, Caloi remató con gracia: “No tenemos ninguna capacidad para organizarlo como una materia. ¡No somos capaces, mínimamente, de cumplir un horario! Llegaríamos tarde a nuestras propias clases”. 

            Inolvidable fue la participación de Caloi y María Verónica en la edición 2009 del Seminario Internacional “La Mirada Crítica”, que SADOP organizó junto a la Asociación Nueva Mirada. Allí contó: “Cuando empezaba con esto del humor gráfico, me pasaba que yo ansiaba que alguno de los grandes dibujantes mirara mis trabajos y me diera algún consejo. Después de un tiempo de andar, sucedió que del otro lado de la mesa aparecían chicos jóvenes mostrándome sus dibujitos y pidiéndome consejos”.

            Desde la pantalla de televisión, Caloi no se permitía ser un mero presentador. El “Negro” elegía temáticas, buscaba materiales, se acompañaba de herramientas que entretuvieran, que generaran empatía. En fin, planificaba su clase. Caloi manifestó: “En el programa no largamos las películas en crudo, sino que tratamos de darles un soporte con algunas explicaciones. Por ejemplo, si mostramos un

corto con un chico saliendo de una favela de Río de Janeiro, asociarlo con un personaje nuestro como Juanito Laguna, de (Antonio) Berni. Buscamos relaciones, ya sean temáticas o formales”.

            Aquella tarde recordó que en sus épocas de alumno, ya los pibes consideraban las clases de plástica, de dibujo, de música y de actividades físicas, como las horas de joda. “Hay que pensar que van a ser pocos los chicos a los que les guste ponerse a copiar un yeso. ¡Eso es para que odien las artes plásticas y se sientan toda su vida unos perfectos inútiles en esa materia!”, reconoció. Después, comentó que le enorgullecía cada vez que alguno profesor le comentaba que pasaba el programa “Caloi en su tinta” a sus alumnos. “La selección que hacemos es muy exhaustiva: entretiene y educa plásticamente. En general, tratamos de elegir aquellos mensajes que no son los que puedan verse en la televisión habitualmente”. Caloi se preocupaba por estimular a su audiencia, por buscar que reflexionara sobre la Historia del Arte y la cultura en general, y por generar sensibilización sobre las obras visuales y audiovisuales, sus estéticas y formas de narrar. “Entendemos que cuanto más se conoce, cuanto más se sabe, más se disfruta”, daba como lección el Maestro.

 

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Tres Negros en Nueva York

Por Crist

Parecía un chiste de gallegos. Habíamos alquilado un auto en Nueva York los tres negros, vestidos como negros, pero como los negros de allá: con gorras y pelos largos, pantalones de botamanga ancha, zapatos con tacón, como se usaba en la época.

            Corría el año 1978, como en Los Intocables. Nos dieron un Ford nuevito con cambio automático. Conducía Boogie El Aceitoso. Al lado, Clemente. García y la máquina de hacer pájaros, que tenía entre sus manos una Nikon FM recién comprada en Los Ángeles, sentado atrás, mirando todo y fotografiando todo –no era digital, todavía las cámaras eran analógicas–. La había cargado con diapositivas; a veces, cuando tengo ganas, pongo una pantalla y las veo.

            Me sentía un privilegiado escuchando los comentarios de Fontanarrosa y de Carlos, que no se quedaba atrás. Boogie decía que ellos tenían mucha prensa y publicidad gratis. Cualquiera de nosotros había visto alguna película donde salían las calles por las que andábamos, era muy difícil que un extranjero recordara las calles de Rosario por un film de acción. Clemente recordó Buenos Aires y dijo que la Quinta Avenida era como Corrientes sin pizzerías ni parrillas. Ya habíamos estado en San Francisco, donde nos tocó almorzar en una trattoria italiana atendida por un italiano pero de los nuestros –extrañaba Buenos Aires–. Tenía un hijo que nos podía mostrar la noche y la movida de San Francisco. Resultó una suerte de hippie que hablaba espanglish en lunfardo. Nos llevó a la casa de unos amigos que tenía, y nos hicieron probar una torreja de maconia que no nos produjo nada excepto una diarrea al otro día.

            Caloi se maravilló en el Bronx y con las casas quemadas. Conocimos las torres todavía en pie, fuimos al puerto y buscamos alguna cámara que nos estuviese filmando de casualidad. Al atardecer, volvimos al hotel, que estaba en la Séptima Avenida. Fuimos guiándonos por un mapa, no existía el GPS. De pronto, nos metemos en una avenida enorme llena de autos y policías a caballo que venían hacia nosotros. “Sonamos”, dijo Fontanarrosa. “Nos reconocieron”, dijo Caloi. “Entramos en contramano”, dije yo.

            Éramos hermanos de tinta. Si estábamos en Buenos Aires íbamos a casa de Caloi. Si coincidíamos en Rosario, a lo del “Negro” Fontanarrosa. Si andaban por Córdoba me tocaba hacer de anfitrión. El más familiar y afectivo era Caloi. Se trenzaban hablando de fútbol con el “canalla” rosarino.

            En ese viaje por USA, habíamos comprado unas camperas de lona blanca muy marineras, y una vez, en el Primer Salón de Lobos, coincidimos los tres con las mismas camperas. Tabaré nos preguntó dónde las habíamos conseguido, y Caloi le dijo que Clarín se las daba a los dibujantes de la última página. Al otro día, nos contaron que la reclamó.

            El “Negro” era un tipo alto, siempre elegante. Vestía con tonos ocres y pardos muy claros. Las minas lo miraban, en algunos casos sacaba un francés que tenía para esas circunstancias. Era poeta y amaba nuestra música. Se divertía con los chistes cordobeses y era un cinéfilo empedernido.

            Se me están terminando los referentes, carajo.